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Soliloquio depurativo
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Soliloquio depurativo


El acto final

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Soliloquio depurativo

Thalía y Melpómene: musas del teatro griego. Giuseppe Mezzei (italiano, 1867-1944) Óleo sobre lienzo 


En este contexto todo se torna extraño, no puedo llorar o anhelar lo que fuimos, porque el pasado se me escapa de las manos como nube de humo. Y mientras se dispersa la neblina que me impedía ver la verdad tan clara y sencilla, me doy cuenta, -y es el único dolor que precisa mi corazón—, que nunca existimos.

¿Por dónde comenzar? Me indignaba el cierre del telón; una buena obra y al final terminar como dos desconocidos. ¿Qué pasó con nuestros múltiples ensayos y nuestros tantos intentos? Por qué el presente tan audaz se atrevía a barrer el escenario sin dejar rastro de nosotros y de nuestro paso. Pero, ¿cómo podríamos conocernos dos seres que no se conocían a sí mismos? Nunca vimos quién estaba detrás de la máscara, solo vimos su actuación sublime.

Estuvimos tras bambalinas varias veces. Creímos desnudar las almas y dejar los corazones desbordados en el tálamo de nuestro lecho. ¡Cuánta fantasía! La puesta en escena continuaba aun cuando el público no nos aclamaba. Llevábamos los rostros cubiertos y los cuerpos desnudos. Vastas noches mientras dormías, te miraba impaciente tratando de resolver quién era mi compañera. Los ecos de la oscuridad y los ruidos de las sombras comenzaron a derruir los fundamentos de mi ego y todas las creencias que me anclaban a mis ideas. No pasó mucho tiempo cuando me sentí atrapada; atrapada por esa máscara gigante y aprisionada por todos esos guiones inconclusos que no me dejaban ser libre.

En varias ocasiones, intentamos descansar en lo sagrado y removernos las corazas. Pero éramos nuestras propias víctimas y verdugos que, ante la presencia de cualquier signo de vulnerabilidad, acudía a tocar nuestras fibras expuestas y más sensibles. No conocíamos más fortaleza que esa, entroncarnos y ocultar lo verdadero hasta el siguiente acto. Y al salir de nuevo al escenario bailábamos en sintonía, el teatro nos pertenecía y al igual el paripé. Las butacas vacías, encantando a un espectro público con muy altas expectativas. Nuestros días se fueron marchitando y con ellos nuestra obra maestra, la que representábamos cada día, en cada número, en cada acto, en cada ensayo. Las máscaras desgastadas y la temporada llegaba a su fin.

¡Qué grandes actores fuimos! Impecables hasta el último momento. Se cerró el telón y cada quien fue a su camerino. Exhausta, mientras quitaba de mi rostro al personaje y limpiaba con mis lágrimas el maquillaje, pude verme en el espejo… ¡Cuánta ilusión en este mundo de sueño! Evadirse es un arte. Y como artistas no soportamos las sacudidas de la vida y lo vano de la realidad. Pintamos con múltiples tonalidades nuestras máscaras para abandonar la incomodidad que nos genera la propia cárcel. Soltamos imaginariamente nuestras cadenas mientras salimos a escena y ponemos oídos sordos a los sonidos de los grilletes cuando se arrastran por el escenario como recordatorio de “lo pendiente”. ¡Cuánto nos dolió estar vivos en esa quimera!

Veo el reflejo del espejo, la bruma se disipa y comprendo que este es el acto final. El tiempo se agota. Me pongo de pie, salgo a la calle, donde nadie conoce mis trucos, mis hazañas y al igual que en tus ojos, soy desconocida. No llevo la máscara, no llevo al artista, no llevo la obra maestra de nuestros días de gloria, no llevo a mi antagonista. Solo llevo la verdad en mi rostro y la duda incesante: ¿Quién soy? Y ya no, quiénes fuimos.






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