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Volar con nuevas alas
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Volar con nuevas alas


Por: Roberta Ortega

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Volar con nuevas alas


Él es Pancho, mi maestro, pero también es mi alumno. Llegó a mi vida en diciembre del año pasado. Es un ave que nació en cautiverio, mutilado y maltratado por las personas que comercializan ilegalmente con estas especies y otras. Cuando llegó a mi vida me hizo confrontar a la persona rígida y altamente preocupada por la ética y la moral; no se supone que alguien como yo debiera seguir perpetuando el encierro de una especie con una naturaleza libre. Me sentía culpable y el auto juicio era implacable. Actúe de la única forma que conocía y en un intento, además de asegurar el bienestar del ave, hoy reconozco, fue impulsado por la necesidad de calmar mi mente haciéndome creer que hacía lo correcto, “era buena”. Así es como me informe y aprendí todo lo que debía saber de aves. Pronto me di cuenta de que a Pancho le faltaba una garra, ya que son transportados sujetados de un hilo, los cuales a veces están tan apretados que pueden amputarles las garras en el instinto de quitarse ese “grillete”. De igual forma, Pancho tenía una alita “mal cortada”, es decir, la disección que estas personas realizan para imposibilitar temporalmente a las aves e impedir que puedan volar y de esta manera evitar que escapen, se hizo de forma que dañó su anatomía. No tenía un buen panorama, era un ave especial que no podría volver a volar.


No me quedaba más remedio que acogerlo en mi hogar. Nació en una jaula y desde muy temprana edad fue separado de su madre; los pericos atoleros son llamados así porque en los primeros meses de vida se les da una mezcla a base de maíz como el atole. Antes de acostumbrarme a él, pase largo tiempo cuestionando en qué forma le adoptaría. Realmente Pancho estaba imposibilitado a integrarse a su hábitat natural, incluso si no tuviera esas peculiaridades de su ala y su garra, sería difícil para él, estaba acostumbrado que eran humanos los que le facilitaban sus alimentos. Cuando por fin llegó a casa, parecía desinteresado en salir de su jaula, ese pequeño e incómodo lugar se había convertido en su espacio seguro. Nuestro primer encuentro fue doloroso, intenté sacarlo de su jaula, pero el terror se hizo presente en sus ojos y gritos. Pronto pude comprender que él conocía solo personas crueles, que le habían lastimado y mutilado. Había sido separado de su madre y quizá, otros compañeros. En el mercado de especies exóticas él no tendría el mismo valor que los otros. Todo esto me convencía a intentar darle una vida más digna de lo que puede tener un ser vivo, amordazado y ultrajado por sus captores. En ocasiones pensaba que yo lo había elegido, sin duda, él me eligió a mí.


Cuanto pude aprender de aves, lo hice, aunque ahora por gusto. Aprendí los frutos que podría comer y los que debía evitar, la ración y tipo de semillas que le aportarían lo necesario, incluso la importancia de los minerales en su dieta, la desparasitación, los baños periódicos y algunas otras situaciones que hay que resolver cuando se tienen animales en casa. Era tímido y callado. Poco a poco fui obligándolo a salir de su jaula. Tuve que cambiar de tajo su alimentación porque las semillas que le daban en el criadero terminarían por matarlo a temprana edad. De pronto, era mi responsabilidad darle las óptimas condiciones de vida a otro ser vivo y que, además, nunca había cuidado, no sabía nada de su especie, lo que me dificultaba comunicarme con él y entender sus necesidades.


Un día, sin aviso, lo supo. Yo no le lastimaría, era diferente a la gente con la que se había relacionado. Había pasado el tiempo suficiente para ganarme su confianza. Cada vez que abría la puerta de su jaula, ya no se encontraba tan ansioso. Aún temeroso salió de su jaula, pero ya no se resguardó bajo algún mueble que “lo encerrará”. Estuvo un tiempo explorando el espacio, caminaba inseguro y rodeaba todo objeto que le parecía extraño. Lo llevé a mi hombro, después de ver tantos tutoriales de YouTube sobre loros, de hablarle constantemente para que se familiarizara con mi voz, después de pasar, al igual que el momento de angustia por creerme incapaz de cuidarlo, obtuvimos una gran recompensa. De inmediato nos sentimos cómodos el uno con el otro. Sabíamos que nos pertenecíamos. Nuestra conexión fue instantánea, vi sus ojos y como un reflejo pude entender que era ansioso y dependiente. Seguimos varias semanas con el mismo ritual. Nos gustamos de la manera en que los pájaros aman al aire y el aire ama a los pájaros.


Un día, mientras hacía mis meditaciones de rutina, se me ocurrió la idea de poner sonidos ambientales de aves, me conmovió la manera en que movía su cabeza para todos lados, escuchaba quizá ese sonido que reconocía por corazonada, tal vez esos sonidos le recordaban que no estaba solo en ese mundo desconocido y al que no pertenecía. Me llenó de melancolía y nostalgia, no pude evitar ponerme en su lugar y pensarme secuestrada en un planeta extraño, mientras de pronto en algún sintonizador volvía a escuchar esas voces que me recordarán quién era. Posteriormente a ese encuentro, decidí sacarlo a un jardín. Pasamos bastos momentos de primavera fusionados en el pasto. Pudimos ver algunos colibríes y otras aves que acompañan el cielo. Nos quedábamos en silencio y solo nos mirábamos, dicen que los loros son ruidosos, pero Pancho es muy introspectivo, posiblemente solo decidíamos sentir el viento y soñar que un día podríamos ser parte de él.


Pasó el tiempo y llegó el momento de mudar el plumaje. Sus alas comenzaron a desprenderse, incluso él las ayudaba a salir con su pico, era una situación que me generaba agitación y desagrado, ¿era normal o se estaba volviendo loco? Pero, la tranquilidad con la que se despidió de su viejo plumaje y la paciencia con la que esperó los nuevos colores azul y verde, que le adornarían, me hizo más reconfortante la experiencia. Había dejado de preocuparme y entristecerme su condición, solo le había aceptado como un ave, sin afán de victimizar el infortunio de haber nacido en un entorno de crueldad y salvajismo. Solo éramos; él era un ave y yo, una nueva aficionada amateur de ellas. Nos observábamos y aprendíamos mutuamente. En esta temporada nuestra relación fue fluida y fructuosa, nos relacionábamos de manera excelsa.


A pesar de observarnos todo el tiempo como un experimento, hay secretos que guarda el silencio, como magia escondida en los rincones y en los momentos de soledad. Fue así de espontáneo que un día solo noté que el plumaje de su ala derecha estaba casi al mismo nivel que el de su ala izquierda (la sana). Me llené de inquietud, quería averiguar si era posible que como un milagro de pronto Pancho estuviera libre de todos sus males. No podía esperar y comencé a enseñarle a volar, es decir, ¡sí! Una persona que no tenía nada de experiencia con el vuelo de un pájaro, “enseñaría” su peculiar instinto a un ave. Intentamos, en varias ocasiones, le soltaba de una altura prudente mientras lo motivaba: “¡Vamos, Pancho, vuela!”. Aleteaba desesperado y frenético. No aterrizaba, sino que caía como gato “siempre de pie”. No nos íbamos a rendir, confié tanto en su naturaleza, que solo esperaba que mi nuevo amigo experimentara la libertad de suspenderse en el aire.


Cada vez aleteaba más, ¡le faltaba solo despegar! Hasta que de pronto, solo lo hizo, cual niño, aprendiendo a andar en bicicleta, se desplazó una pequeña distancia mientras nervioso intentaba aterrizar en alguna superficie conocida. Tenía otra perspectiva desde las alturas, realmente desconocía los objetos y le era difícil saber a dónde llevar su cuerpo. Por lo que me uso de apoyo, y como nido de pájaro o pista aérea, comenzó a posarse en mi cabeza. No puedo explicar la felicidad que sentí cuando supe que Pancho podía volar. Era desgarradora la idea de pensar que nunca podría percibir lo que su condición de ave le regalaba. Y ahí estaba, venciendo a las reglas de la anatomía, a los pronósticos y a la racionalidad que me gobernaba hasta entonces.


Hoy, después de contemplar nuestros cielos surcados y caminos recorridos, puedo darme cuenta de que Pancho no es muy distinto a mí. Tal vez muchos de nosotros hemos nacido en cautiverio, nos han lastimado en nuestra inocencia y hemos recorrido gran parte de nuestras vidas temerosos, sin desprendernos de viejos plumajes y ataduras para dejar nacer lo nuevo; esas nuevas alas que en un momento podremos desplegar. Porque tenemos alas y tal vez al igual que Pancho las ignoramos de inicio. Tal vez incluso el primer vuelo sea aterrador, como lo es todo lo nuevo, lo desconocido, lo incierto, que nos saca de esas jaulas que son nuestro falso estado de confort. Solo conectando con nuestra naturaleza podremos descubrir quién somos en verdad. Pancho en muy poco tiempo comprendió que es un ave que se relaciona de manera perfecta con las personas por necesidad y supervivencia. Ni para él ha sido fácil descubrir quién es y superar lo que un día le lastimó. Aún desconocemos cuál será el siguiente paso o el siguiente vuelo, pero sé que con esa naturalidad que posee el miedo, nos atreveremos a saltar en el próximo abismo. Puedo escuchar en su canto irregular: ¡SALTA! Posiblemente, ambos podamos volar y aún yo no lo he descubierto…





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