Del baúl de los recuerdos
Encontré dos fotos gastadas de mi abuela materna, Carmen Murguía Calderón. Por: Roberta Ortega
Encontré dos fotos gastadas de mi abuela materna, Carmen Murguía Calderón. Ese fue el nombre qué utilizó en vida, el que su fallecida hermana anterior a ella le heredó. No sabemos su fecha exacta de nacimiento, ni tantas cosas de su vida, lo que sí sabemos es que tuvo que idear un gran carácter que le diera personalidad e identidad propia y lo logró, tanto que hoy, abriendo este baúl, sus fotos cobran vida, porque recordar es volver a vivir.
Sus fotos huelen a comino y especias desconocidas; puedo sentir el calor de la sopita al mediodía en mi rostro mientras las observo (y un que otro betabel con coscorrón y lágrimas). Puedo escuchar su voz de nuevo gritándonos (no llamándonos) a la mesa, a todos sus nietos; nos hospedaba y alimentaba (sepa' Dios cómo); la comida siempre fue una verdadera obra culinaria pese a hacerla rendir para que los gorditos dobletearan y nadie se quedará con hambre. El desayuno, comida y cena siempre lo sirvió puntual (pobrecito del que no llegaba a tiempo).
Puedo sentir sus manos nuevamente tomándome medidas para vestirnos. Puedo sentir en mis manos las telas suaves cuando nos probaba la ropa que ella misma confeccionaba. Puedo sentir incluso cómo los alfileres que en un descuido había dejado en los patrones, me picaban la piel y escuchar mi reclamo: -Abuelita, ¡me picó! Para que ella, en su concentración, prisa y caparazón impenetrable, solo respondiera: -¡Ya vamos a acabar!
Sus fotos también olían a tierra mojada a las 6:00 de la tarde de un verano. Olían al árbol de uvas, al nogal, al durazno, al árbol de granadas y al sinfín de flores que desfilaban en el pasillo de su casa y la llenaban de colores festivos por las mañanas.
Sentí que 'me tronó' una vez más 'el empacho' y ese alivio de sus cuidados cuando enfermábamos. Pude saborear el agua de limón que nos llevaba hasta la cama o, el vaso de agua con azúcar 'pal' susto'. Escuché sus oraciones de la noche y el amor con el que en secreto le hablaba a Dios de nosotros.
Miré tanto sus fotos, su rostro, que incluso pude escuchar sus ronquidos y sentir sus pies fríos; Sentí el calor inigualable de su presencia, cuidándonos y protegiéndonos.
Puedo escuchar a lo lejos el tren que pasaba en las noches de insomnio. Y vi esa ventana larga y ancha al lado de su cama que reflejaba la luna, y entrecerrado los ojos, en un suspiro, como si fuera a dormir, pude sentir que volvía a esa casa, donde pasé gran parte de mi infancia y fui tan feliz. Y entre sollozos me sentí una vez más a salvo en aquella pequeña y humilde casa que alguna vez fue mi hogar.
Por: Roberta Ortega
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